Solución

 
  Que el alquimista era mucho peor médico que barbero, se demostró con claridad el día que Heurístico llegó a su negocio. Tarde o temprano todo el mundo llegaba a la barbería de Baujan, aunque no fuera ese su verdadero nombre, ni el único que utilizó a lo largo de su vida.

Tenía su local dos sillones pigmeos, forrados de leproso tule, y una mesa de palo corriente, allí se amontonaban peines, tijeras y navajas que lo mismo servían para afeitar al ras que para abrir la vena de un gotoso y dejar correr su sangre hasta la palangana donde, normalmente, flotaban las brochas de sucia jabonadura, mezcladas con ventosas de sangría y las tenazas para arrancar una muela adolorida. En el brasero siempre estaba ardiendo el carbón y en un estante se hallaban revueltas las pomadas, las jabonaduras y una jícara de agua turbia, hogar de una docena de sanguijuelas, contentas y gordas.

Nadie ignoraba que el cirujano hacía más plata por sus dotes de conversador que por sus habilidades como barbero. Cada tarde se congregaba en su local una caterva de hombres de todos los oficios para decir de mujeres y gobiernos, o para oír la guitarra que bien sabía pulsar el alquimista; ocasionalmente para escucharlo referir sus tiempos de conspirador, cundo solía circular folletos rijosos escondidos dentro de un pan de centeno.

En los últimos tiempos Baujan no tenía problemas para remediar empachos administrando medio litro de aceite de ricino, pero esto se encontraba, en definitiva, mas allá de sus capacidades: El cuerpo del muchacho era un amasijo recién sacado de abajo de una diligencia.

Fue la hora en que las cosas pierden sus sombras y el mundo no es ni día ni noche, sino el nacarado uniforme del crepúsculo. El cochero no tuvo tiempo de ver al hombre que saltó de la copa de un pirul, con las manos en alto, gritando "¡Soy un sueño!" y fue a ponerse frente a sus caballos . No pudo sino escuchar los aullidos bajo el carruaje cuando logró detenerse.

Fachamar (fragmento) de Manuel Esquivel